“Ser mujer no se debe a ninguna esencia ni a ninguna maldición divina sino al modo en que las mujeres han sido “mediatizadas” y convertidas en alteridad, una alteridad infinita, una alteridad producto del ver a la mujer desde el hombre – lo que a éste le parezca – y no desde ella misma. A mi juicio, la dominación que hay que entrar a revisar es la dominación existencial que se ha expuesto e impuesto, más o menos acorde a la ley, sobre la mujer” (Beauvoir, 2017).
Así pues, es importante dejar de ocultar aquella dominación; es un ocultamiento que ha pasado por alto, precisamente porque ha sido asunto de las reflexiones filosóficas y ésta – la filosofía – asumiéndose ridícula y penosamente como la portadora de sentido, le ha negado la entrada al Coliseo a las demás disciplinas que pueden aportar soluciones.
Ninguna mujer, a lo largo del pensamiento occidental, podía ser pensada partiendo de la nada, es decir, desde lo que ella podría llegar a ser: plena capacidad de construir su libertad; sino como un sujeto que vive en una situación social ya determinada, que la contiene en una forma de ser. Las mujeres no son libres, la dominación contrae su desarrollo, pero no cierra todas las puertas (Butler, 2014); la libertad es siempre una inclinación y una posibilidad de los sujetos, posibilidad que siempre ha estado supeditada a lo que el hombre – y ya no como categoría reflexiva – ha deseado que sea de esta u otra forma, es decir: una libertad condicionada.
A este respecto, la dominación más peligrosa no es la dominación de un sujeto sobre otro, la dominación más voraz es la que tiene como punto de mira la existencia. Podemos entrar a discutir los problemas más relevantes en torno a la existencia en general y su dominio en particular, pero no es mi intención; mi intención es clara: ¿Qué es ser mujer? O mejor, ¿Qué tipo de existencia ha de llevar una mujer para que sea considerada como tal? O mejor ¿por qué el hombre teme desvelar el monstruo de Occidente?
La mujer, a lo largo del pensamiento, ha sido eso Otro que no se le puede dar rostro, su existencia nada tiene que ver con la existencia del hombre, es lejanía, es abismo (Sartre, 1995)1; sus problemas no son importantes, lo son si llegan a violentar la masculinidad frágil del perezoso león, el problema de la mujer es asunto de la mujer, y si de alguna u otra forma puede involucrar al hombre, éste no podrá eliminar la grandeza que lo ha caracterizado, grandeza que, por su puesto, se ha dado a sí mismo. Darse a sí mismo la ley no es novedad, Kant ya lo había revelado, porque para él era evidente – hace ya trescientos años: “no elegir sino de tal modo que las máximas de su elección estén simultáneamente comprendidas en el mismo querer como ley universal” (Ak. IV: 440) Es tiempo, entonces, que la mujer haga de suyo su condición y revele –nos revele– todo aquello que se ha dado por sentado.
1 Abismo en francés, indica profundidad: “… es lejanía, es profundidad” que puede traducirse también como dificultad, o imposibilidad.
“El Monstruo” de occidente, es llamado de muchas formas, pero la más satisfactoria ha parecido ser “feminidad”, o lo femenino. Lo femenino es todo aquello que le concierne a la mujer, de tal forma que ser mujer implica determinación, una determinación proveniente desde – y sólo desde – el hombre2. Una determinación que viene de fuera y no de ella; que le imposibilita verse de otro modo más allá de lo construido por el hombre. Quizás se dirá: “No, pero es que la mujer, de un tiempo para acá, ha tenido muchas libertades…” La pregunta es, ¿cuáles?, como si “muchas” implicara la totalidad de su intención inicial: ¡Liberté!
La filosofía – hablo desde ella – ha tomado responsabilidades teóricas, éticas y existenciarias en torno al Monstruo de Occidente, es decir, ya no es el Coliseo sino las aulas las que hacen la invitación a que las mujeres, las niñas… Ellas, tomen sus voces, silenciadas y ahogadas, y griten – porque ya no basta con hablar, susurrar, decir – griten qué es y qué significa ser mujer, radicalmente:
¿Qué significa ser mujer en la escuela? Sin embargo, aquello requiere una gran responsabilidad. Esa responsabilidad ha sido rastreada y evidenciada por las grandes precursoras del pensamiento feminista: Simone de Beauvoir, Judith Butler, Donna Haraway, Helen Longino, Raya Dunayevskaya y un etcétera, espero yo, infinito. Aquella responsabilidad tiene que ser con categorías que ellas, todas, construyan y establezcan; para que esto funcione primero debemos centrarnos en la existencia de la mujer, que ellas, individualmente, se comprendan como mujeres y que no se proyecten, ya no más, a partir de las categorías que el hombre, vilmente, le ha prestado.
Ciertamente puede generar discusión y debates, y la principal queja sería el consenso lingüístico, pues es importante hablar el mismo idioma, utilizar las mismas categorías para que, más o menos bien, haya un diálogo. ¡Y ahí se encuentra el sentido de la rebeldía! La rebeldía como principio filosófico es precisamente eso: luchar para cambiar categorías, renombrar y postular nuevas formas de ser.
La rebeldía jamás ha significado violencia, ha significado y significará siempre pensamiento. La filosofía, a este respecto, se proyecta peligrosa y la alcahueta de la rebelión; ella lo acepta porque no tiene nada que perder, al contrario, tiene todo por ganar: filosofías de género, filosofías de la Madre Tierra, filosofías del Sur, filosofías Indígenas, etc. Estas nuevas formas de hacer filosofía -porque lo son – son transgresoras, violentas y revolucionarias; han eliminado principios, han renombrado otros y han categorizados otros tantos, en otras palabras, han desvelado el monstruo de occidente, le han dado nombre y ellas – porque son ellas, y no nosotros – las que han levantado la mirada y han dicho: ¡He aquí el lenguaje! Ahora, nosotros, como hombres, tenemos la responsabilidad de aprenderlo, trasmitirlo y replicarlo.
Se me dirá que las mujeres, en general, no se andan con tantas historias, que en el fondo las mujeres no quieren otra cosa más allá de la atención; no. Ellas aprovechan la confusión que le genera al hombre sin hacerse demasiadas preguntas, y luego se las entienden con su orgullo y su sensualidad, se les acusa, se les culpa y se les silencia. El hombre ha sepultado en lo profundo del corazón femenino una multitud de decepciones, humillaciones, pesares y rencores cuyo equivalente no se encuentra en general entre los hombres. Sin embargo, y sigo a Beauvoir cuando afirma que la educación maquina para cerrarle los caminos de la revuelta y la aventura; la sociedad entera.
2 A este respecto, la mujer está determinada sólo a partir de la imagen que el hombre ha generado de ella.
Empezando por sus respetados padres – les impide detenerse ante la velocidad del vivir (2017, p.326) A este respecto, es decir, teniendo en cuenta la educación: la libertad, o el proyecto de la Ilustración, le debe una respuesta a la hija no querida del siglo de las luces: Olympe de Gouges, pero por supuesto, no es Kant; el liberalismo le debe a sus hijas rebeldes también algunas respuestas: Clara Zetkin, Rosa Luxemburgo, Emmeline Pankhurst, pero y lo repito: no son un John Locke, ni mucho menos son un Hobbes; la rebeldía del pensamiento – porque el pensamiento por definición es rebeldía – también le debe mucho a las existencialistas, a las poetas, a las dramaturgas, a las sufragistas, en fin. Es fundamental, a mi juicio, recuperar el principio rector de la educación: la insubordinación. Educar, desde Sócrates, la figura histórica de Jesús de Nazareth, hasta la maestra que camina más de tres kilómetros para proyectar, en cada uno de sus estudiantes, deseos de cambio, es y siempre será un acto de insubordinación. Sólo a partir de la escuela y todo lo que ella significa, la mujer podrá proyectase y construir [su] discurso, encontrar categorías propias, inclinarse a los deseos que ella ostenta, enorgullecerse de sus limitaciones y – esto es fundamental – unificarse con otras mujeres.
Ya es suficiente de silenciar a la narcisista, de limitar a la estudiante que habla, que no calla, que responde, contradice, se enoja, se expone capaz; basta de replicar que el destino femenino es un marido, un hogar, unos hijos y el hechizo del amor; no, basta ya. La mujer no es servil, no le sirve ya al hombre, ya es una inútil en ojos de lo naturalmente deseado. La mujer es lo Otro, lo radicalmente Otro. Educarlas ya no es orientarlas a los buenos modales, es proponerles las artes, las letras, la ciencia y, sobre todo, la rebeldía. ¡Que picoteen allí, allá! Que incursionen en las facultades de artes, de derecho, de medicina, de las Ciencias Sociales y las Humanas – esas que son una piedra en el zapato – y se expongan infinitamente sublimes y no sumisas.
Ya no se trata solamente de cuidar a nuestras niñas, se trata de educarlas, realmente educarlas. Educarlas implica entregarles las armas que el hombre ha usado en contra de ellas durante más de cuatrocientos años, armas que provienen directamente del lenguaje; enseñarles cómo es posible construir principios donde sean ellas las que se construyan a sí mismas y ya no a partir del hombre; el triunfo de la feminidad no tiene nada que ver con lo que el hombre piensa o ha pensado sobre lo femenino, el triunfo de la feminidad está más cerca a lo masculino: “… Yo también quiero hacer lo que usted hace…” Y nada ni nadie podrá impedirlo, ¡ya no!
Así las cosas, nuestra institución, nuestra escuela, nuestro Colegio Alcaravanes, tiene una deuda pendiente con el Doctor – porque lo es, si entendemos todos que el pensamiento es rebeldía – Carlos Gaviria Díaz: Era hábito en él, cada vez que lo invitaban a hablar de la educación y de los problemas que a ella competen, exteriorizar su alegría y su honor, pues hablar de la educación es un ejercicio que acostumbraba hacer y sabía hacer muy bien; un ejercicio que, además, es estrictamente político. Educar es, si aceptamos el legado del Doctor Gaviria, una actividad política. Educar entonces reclama una responsabilidad y a la luz de este ejercicio de escritura, es una responsabilidad que involucra nuestro saber con el saber que deseamos compartir. Particularmente, y siguiendo a Hannah Arendt, el acto educativo debe estar diferenciado entre (1) o labor educativa, (2) o trabajo educativo o (3) acción educativa (Arendt, 1995). La acción educativa es el único camino a través del cual revelamos – como docentes – nuestra única y singular identidad por medio del discurso y la palabra; Alcaravanes es una familia de la acción, porque sólo a partir de la acción mostramos quiénes somos y damos así respuesta a la pregunta “¿Quién eres tú?”. Somos una comunidad comprometida política y educativamente con la educación de nuestras niñas y nuestros niños. Ahora bien, ¿cómo lo hacemos?
A este respecto, el feminismo, como postura política, filosófica, psicológica, educativa, literaria, sociológica (…) nos obliga a repensar nuestra actividad educativa, es decir y para ampliar la idea: si bien la actividad [en] el feminismo es estrictamente asunto de la mujer, el hombre sí que puede extender, apoyar, involucrar, defender y postular ideas que amplíen la necesidad de la lucha feminista a todos los entramados de la vida científica; en relación directa con lo anterior: si desde la más tierna edad, la niña fuese educada con las mismas exigencias y los mismos honores, las mismas severidades y las mismas licencias que sus hermanos, participando en los mismos estudios, en los mismos juegos, prometida a un mismo porvenir, rodeada de hombres y mujeres que se le presentasen sin equívocos como iguales, el sentido del “complejo de castración” y el del “complejo de Edipo” (por mencionar algunos) quedarían profundamente modificados. Al asumir con los mismos títulos al padre con su responsabilidad material y moral de la pareja (la madre), la madre gozaría del mismo prestigio perdurable; la niña sentiría a su alrededor un mundo andrógino y no un mundo masculino; aunque se sintiera afectivamente más atraída por el padre – lo cual ni siquiera es seguro –, su amor por él estaría matizado por una voluntad de emulación y no por un sentimiento de impotencia.
Para concluir, la mujer y casi que, en la misma intensidad propia de Isabel Allende, ha crecido con su nostalgia y quizás, la misma que la de Allende: la mujer, siendo niña, es el norte de su infancia, un anhelo que ella misma ha dibujado en un rincón de su habitación, con colores deseados, pero, tristemente prestados. Educar en el feminismo es reconocer, en primer lugar, que la acción educativa es estrictamente política, y, en segundo lugar, que el compromiso también implica una postura y mi postura es la que he sustentado en este ejercicio de escritura: la mujer es ese Otro que exige escucha y atención, no sólo protección y cobijo. La mujer desde el lenguaje puede producir caos y el hombre – la idea de hombre – lo sabe; la función alteradora del lenguaje es precisamente el objetivo último de la abnegación filosófica; prestar el lenguaje para la rebeldía o la rebelión no es otra cosa que prestar el lenguaje para abordar el abismo, para construir pensamiento y, finalmente, para poder llegar a ser.
Arendt, H. (1995). De la historia a la Acción. Paidós.
Beauvoir, S. (2017). El segundo Sexo (A. Martorell, Trad.). Cátedra. Butler, J. (2014). Cuerpos que Importan. Paidós.Sartre, J. P. (1995). El Ser y la Nada. Ibero – Americana.